8.1.07

Parte I de la Trilogía

Motín (I)
Para Ángel
Hace como diez años, mi comunidad y yo éramos muy tímidos, tanto que cuando los humanos llegaban a darnos cacahuates nosotros ni nos acercábamos. Con el tiempo fuimos entablando un círculo de confianza con el hombre: agarrábamos el alimento para hacerlos sonreír. Nosotros como animales sólo nos guiamos por el instinto, así como las personas tienen conciencia para darse cuenta de lo que hacen. Poco a poco el hombre nos fue domesticando, pues cada vez nos visitaban más frecuencia, como si fuésemos la atracción de un circo.

Un día, una muchachita venía acompañada con su novio, ambos se sentaron en la tierra para darnos algunas nueces que traían en bolsitas. Me acerqué, tomé la semilla y la fui a enterrar para hacer mis provisiones de invierno; regresé y mi vecino de la acera de enfrente también estaba recolectando alimento. Me apuré para tomar otro y corrí para repetir la misma acción, salvo que en esta ocasión ya estaba toda su estirpe hurtando mis guarniciones. Aproveché para tomar otro e hice lo mismo; pero inmediatamente di la señal a toda mi familia para que bajaran a comer. Y poco a poco llegaron más ardillas listadas con la parejita, es más, parecíamos hormigas frente a un cadáver; obviamente se les acabaron y cada quien regresó a su árbol.

Estas situaciones fueron en aumento, hasta el día del absurdo. Pasó exactamente lo mismo: dos jóvenes con avellanas. De repente, todos nos amotinamos sobre ellos, es decir que hasta algunos estábamos encima de ellos. En el momento en que se terminaron las semillas, nosotros ni nos percatamos de ello y comenzamos a morder las manos, los pies, las piernas, y bueno hasta todos sus órganos; los gritos de los dos llamaron la atención de los vigilantes del parque. Cuando los policías vieron el suceso dispararon al aire y el susto nos separó de los cuerpos carcomidos por el par de cuchillitas que tenemos en la boca. Y debo reconocer que los huesos saben bastante bien, aunque no para cambiar los cacahuates o los piñones.

Cuando las autoridades se dieron cuenta de lo peligrosa que nuestra especie era, decidieron llamar a equipos especializados en protección civil. Se plantearon la posibilidad de construir un pequeño reclusorio por cada sector de nuestra comunidad, porque de alguna manera tenían que controlarnos. Ellos pensaron que con encerrarnos y alejarnos de nuestros amigos podríamos reformarnos.

Pero para el hombre nada es suficiente; no entendió, nunca entendió que no lo hicimos por gusto ni porque quisiéramos, sino porque somos instintivos y porque no tenemos conciencia, y al no tenerla no pudimos darnos cuenta de que estaba mal comer seres humanos. El castigo no fue enclaustrarnos ni rodear con alambrado cada condominio, sino realizar trabajos forzados. Se corrió el rumor que era cargar piedras, o algo así; pero como todos estamos acostumbrados en hacerlo, porque con eso nos defendemos de los predadores, pues ni nos preocupó.

Un zoólogo especializado en Eutamias sibiricus, les dijo a los responsables de nuestro encierro que las ardillas no pueden estar enjauladas porque se mueren de tristeza, y que se nos tenía que poner otro tipo de actividad que no fuera cargar piedras. El doctor apareció con nosotros y comenzó a explicar que la sociedad humana se encontraba en escasez de moscas, porque nunca se hizo caso de las advertencias sobre su próxima extinción. Y como propuesta, más bien como castigo se nos obligó a cometer actos de resucitación.

Él dijo que se había encontrado una técnica para revivir a las moscas y devolver el balance al ecosistema, que la fórmula se encontró en un Diario de Salvador Dalí. Resulta que si espolvoreas un poco de ceniza sobre el cuerpo muerto de esos bichos, éste resucitaría al instante, dijo que el hecho se debe a que se crea un vínculo con el alma del animal y la vida regresa inmediatamente porque se reconoce a sí misma y comienza el vuelo otra vez.

Todo esto trajo una serie de consecuencias aberrantes para la naturaleza. Nos enseñaron a fumar puro y en lugar de que empezáramos a morir de cáncer pulmonar, nos convertimos en ardillas de más de un metro, obviamente la tabacalera que nos proporcionaba el tabaco cerró; la gente corría y temía que los fuésemos a comer...

—Tripo, Tripo, Tripo. ¡Despierta!
—¡Qué!
—Otra vez estás soñando en convertirte en ardilla.
—No es cierto, yo nunca he querido ser ardilla.
—¿Entonces?
—Yo siempre he querido ser castor, tienen los dientes más grandes.

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